Capítulo XIII

Corría el otoño. Madre Mastín había cerrado la tienda, tras preparar y empaquetar el almuerzo, y se dirigía con él a los Jardines Reales. Era un día sin nubes; ésa era la razón. Literalmente sin nubes. En Moth esto no constituía una excepción agradable, sino un acontecimiento. Podía acordarse de estar continuamente contemplando el cielo extrañamente coloreado. Era azul, muy diferente del gris claro normal. Hería sus ojos. Los pensamientos de los animales, los pájaros, resultaban extraños y aturdidos, y los pregoneros se sentaban indiferentemente en sus casetas respectivas, maldiciendo al sol en voz baja. Les estaba robando toda su clientela. Había un cielo más suave, y cualquier clase de suavidad era rara en Drallar. Por tanto, todo el mundo se concedió un día libre, incluido el rey.

Los Jardines Reales ocupaban un lugar grande y amplio. Habían sido creados originalmente por los constructores de los primeros jardines botánicos para utilizar el espacio sobrante de aquellas grandes construcciones. Por algún monstruoso error burocrático, había sido abierto al público en general, y desde entonces permanecía así. Los grandes troncos resplandecientes de los famosos árboles de la madera de hierro se disparaban derechos y orgullosos hasta alturas increíbles sobre las cabezas infantiles. Parecían mucho más estables que la propia ciudad.

Los árboles de hierro estaban mudando de follaje. Cada dos semanas, los jardineros reales venían y reunían todas las hojas y ramas caídas. La madera de hierro era rara, incluso en Moth, y hasta los fragmentos resultaban demasiado valiosos para barrerlos. Los guardias, con sus uniformes verde-limón, vagabundeaban perezosamente por el parque, más para proteger a los árboles que a las personas.

Los niños jugaban en las maravillosas barras y laberintos que un rey anterior erigió. Pensó que si el pueblo se había apoderado del parque, bien podía disfrutarlo lo más posible. Los reyes de Drallar fueron avariciosos, sí, pero no de forma excepcional.

Flinx se había sentido demasiado tímido para reunirse con las sombras rientes y saltarinas de los aparatos de diversión. Y ellos, todos, habían tenido miedo de Pip, ¡los tontos! Pero había una niña... todo rizos y ojos azules. Ella había revoloteado a su alrededor vacilantemente, intentando con fuerza parecer desinteresada, aunque sin éxito. Sus pensamientos eran agradables. Para variar, se sentía fascinada por Pip, en lugar de sentir repulsión.

Habían estado a punto de presentarse el uno al otro en la forma sencilla, pero muy correcta, que los adultos olvidan tan pronto, cuando una enorme hoja cayendo inadvertidamente le había golpeado fuertemente entre los ojos. Las hojas del árbol de hierro son pesadas, pero no tanto como para producir heridas, ni siquiera a un niño pequeño. Solamente vergüenza. Ella comenzó a reírse incontrolablemente. Furioso, se marchó a grandes zancadas, con las orejas encendidas por el calor de su risa y la mente helada con la imagen que ella tenía de él. Por un momento había tenido la tentación de lanzar a Pip sobre ella. Ese era uno de los impulsos que desde muy pronto aprendió a controlar cuando las habilidades de la serpiente habían sido demostradas cristalina y sangrientamente sobre un persistente torturador, un perro mestizo callejero.

Todavía cuando se alejaba más y más, los sonidos de la risa de la niña le siguieron como un fantasma. Mientras paseaba, lanzó unos golpes crueles y poco afectivos contra las hojas color de orín que flotaban despreocupadamente a su alrededor. Y a veces ni siquiera las tocó cuando caían rotas al suelo.